Estaba
aún oscuro cuando desperté, sentí cómo los vellos de mi brazo se erizaban por
el frío que hacía en ese momento, me rasqué los ojos para despertar por
completo cuando sentí el eco típico que estaba tan acostumbrada a oír, desde
siempre ese sonido había acompañado mi vida, me levanté de un salto de la cama
y salí de mi habitación en puntillas, la intención no era el no hacer ruido
sino que el piso estaba tan helado que mis pies se rehusaban a tocarlo, a
medida que avanzaba a través de la oscuridad sentía una mezcla de lástima y
orgullo, no sé si existe ese sentimiento pero era justo lo que yo sentía. En
mitad de mi trayecto desvíe la ruta y fui a la cocina, encendí el fogón y puse
la tetera con poca agua para que hirviera pronto, entonces me devolví y caminé
hacia el cuarto desde dónde provenía el
sonido, parecía el ruido que hace una locomotora al deslizarse por las vías,
claro que debía ser una locomotora más bien pequeñita o un tren que pasaba a lo
lejos ya que el sonido era suave pero permanente, por debajo se veía la luz encendida, entonces empujé
suavemente la puerta para observar la
imagen que tantas veces había visto: ella estaba sentada sobre un cojín en la
silla con la espalda arqueada y tan absorta en su trabajo que no notó mi
presencia, maquinalmente se quitó un mechón de cabello que le caía sobre la
frente y lo puso detrás de la oreja, sin quitar la vista de la costura recta
que hacía su máquina, con el pie al compás de una melodía añeja iba creando su
obra de arte, llevaba la huincha de medir en el cuello colgada, ya era parte de
su atuendo habitual, y siempre de su ropa colgaban hilachas de distintos colores
según las costuras que tuviera ese día. Sentí pena por verla trabajar hasta tan
tarde, tantas noches en vela para cumplir lo prometido a las señoras elegantes
que llegaban por la casa día tras día con sus arreglos y hechuras. Recordé los
bellos trajes que esta humilde mujer había fabricado, dignos de una gran
tienda pero con la manufactura de una
dueña de casa cansada, vestidos llenos de colores, faldas con ruedos tan
grandes que yo cuando niña jugaba a que eran míos y giraba para verlos rodar a
mi alrededor, pequeñitos trajes para
muñecas, los que luego eran vendidos en el Supermercado cercano con un embalaje
tan sofisticado que parecían de la misma Barbie, yo siempre los quería para mi
muñeca y ella me dejaba probárselos mientras terminaba los demás. Incluso el
vestido de Novia de mi hermana fue tela en blanco en las manos de mi madre, se
veía tan hermosa con su vestido entallado y lleno de blondas y detalles, hasta
yo bromeaba que parecía un pastel, jajá.
Estaba
con la sonrisa pintada en el rostro por los recuerdos cuando escuché el pitido
de la tetera gritando a punto de reventar y corrí a la cocina para callarla,
puse una bolsa de té en la taza y le volqué agua hirviendo encima, revolví con cuidado para no salpicar y la tome
con ambas manos para aprovechar el calor, entonces se la llevé a mi madre y me
quedé haciéndole compañía un rato, me gustaba mucho ver cómo cosía, yo misma le
ayudaba desde pequeña sacando los moldes de las “Burdas” que le enviaba
sagradamente mi tía desde Hamburgo (Revista Alemana con patrones para
costureras) o hilvanando algún trabajo, claro que no tenía la misma
paciencia a la hora de sentarme frente a
la máquina, yo quería que todo saliera rápido y odiaba tener que deshacer si
alguna costura me quedaba chueca, en cambio ella podía coser y deshacer cuantas
veces fuera necesario hasta quedar conforme con su labor.
De
pronto mis sentidos se agudizaron porque oí un timbre a lo lejos, miré a todos
lados pero no encontraba cual era su procedencia, sonreí al imaginarme que era
la vieja máquina de coser que estaba sonando tan extraño, entonces empecé a
escuchar susurros y voces que hablaban a lo lejos algo incoherente, un sollozo
algo molesto por lo repetitivo y monótono, y no entendía nada, y todo ese
sonido ¿de dónde venía? Miré a mi madre
en busca de respuesta pero ella empezó a desvanecerse frente a mí, a medida que
iba volviéndose transparente yo iba sintiendo un pesar sobre mí, una tristeza
absoluta que me mantenía quieta en mi sitio, aunque quería avanzar un paso y abrazarla
para evitar que se esfumara, entonces
abrí los ojos y volví a la realidad, desperté de mi sueño y miré a los pies de
mi cama el vestido negro que yo misma había cosido el día anterior para asistir
al funeral de mi madre. Tal vez fue la pastilla que me tomé para calmar los
nervios la que me hizo recordar esa noche la forma en que vi a mi madre toda su
vida: frente a su vieja máquina de coser realizando costuras para ganarse la
vida.